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Cibermuros y humanidad: tecnología, democracia y lucha

Por Jerónimo Guerrero Iraola

¿Se puede humanizar lo digital desde una perspectiva comunitaria, democrática y soberana?

La cibermuralla global y los guetos algorítmicos ya no son fantasías geopolíticas lejanas: moldean nuestras subjetividades, nuestros vínculos y nuestra idea de libertad

La pregunta sigue viva
La pregunta no ha cambiado: ¿puede la tecnología hacernos más humanos? En medio de un mundo que se ha digitalizado hasta los huesos, seguimos buscando lo mismo: sentido, comunidad, abrigo, palabra. Lo digital no vino a resolver nuestros problemas existenciales, sino a amplificarlos, a tensarlos, a volverlos visibles. Pero también —si sabemos mirarlo— puede ofrecer herramientas para recomponer el lazo social, ese que el neoliberalismo intenta disolver.

En 2020 escribí sobre la necesidad de una humanización digital en tiempos de cibermuros. El mundo estaba en pausa pandémica, la incertidumbre era total, y nos refugiábamos en pantallas como en una suerte de caverna donde no entrara el virus ni el miedo. Hoy, cuatro años después, el virus mutó en otras formas de deshumanización. La lógica de los muros persiste: muros que aíslan, que filtran, que clasifican. No de cemento, sino de código.

Tecnología sin alma: la dictadura del algoritmo
El algoritmo no es neutral. Decide lo que vemos, lo que creemos, lo que compramos, incluso lo que sentimos. Lo más grave, sin embargo, es que decide lo que dejamos de ver. Filtra lo incómodo, lo disonante, lo humano. El algoritmo quiere eficiencia, no complejidad. Y la humanidad —con su barro, su contradicción, su dolor— es un universo de complejidad.

Hoy la política está cediendo ante esa lógica. En vez de disputar el sentido de lo tecnológico, muchos dirigentes eligen subirse a la ola, buscando viralidad, no verdad. Gestionan audiencias, no comunidades. Hacen marketing, no política. Se olvidan de que gobernar es también poner límites, proyectar escenarios posibles, es regular, es proteger lo común frente a la privatización de todo, incluso de los aspectos más íntimos de nuestras vidas.

La utopía del contacto y la distopía del control
Desde las usinas de exaltación de lo digital nos vendieron la utopía de la hiperconectividad. No obstante, estar conectados no es lo mismo que estar juntos. Nos dejaron solos en red. Los vínculos sociales se volvieron likes, los afectos se monetizan, la amistad se mide en interacciones.

Mientras tanto, detrás del telón, el extractivismo de datos, la vigilancia constante, la explotación del tiempo libre, la desposesión del descanso. La pantalla nunca se apaga. No es solo el insomnio. Es la colonización del sueño.

Hay un modo de control que no necesita garrote. Alcanza con que aceptemos los términos y condiciones. Cedemos derechos con un clic. Renunciamos a la privacidad a cambio de un poco de dopamina. El problema no es el dispositivo, es el modelo de poder que lo gobierna.

¿Quién programa el mañana?
La soberanía también se juega en los servidores. No hay independencia posible sin autonomía tecnológica. No podemos seguir dependiendo de plataformas extranjeras para comunicarnos, educarnos o trabajar. La pandemia nos enseñó que sin infraestructura pública, sin conectividad garantizada, sin soberanía digital, los derechos se convierten en privilegios.

Necesitamos políticas públicas que entiendan esto. Democratizar el acceso no es suficiente si no se democratiza también el diseño, la propiedad, la infraestructura crítica (servidores, cables, centros de datos), el código. No alcanza con usar tecnología. Hay que disputarla. Hay que construir una ciudadanía digital crítica, que no sea solo usuaria, sino también creadora. Los derechos humanos, la igualdad, la libertad, la fraternidad, se van diluyendo entre unos y ceros, van perdiendo el contorno con el que supimos modelar nuestra subjetividad en los tiempos modernos. El futuro llegó hace rato y no hemos discutido siquiera qué rol queremos jugar en él en tanto personas, sujetos de derechos.

Contra el cinismo: una ética del cuidado
El discurso cínico —ese que dice que está todo perdido, que la tecnología es invencible, que nada puede hacerse— es el mayor aliado del statu quo. Sin embargo, hay otra opción. Se trata de recuperar la política como acto de cuidado. Humanizar lo digital es, sobre todo, cuidar. Cuidar el lenguaje, cuidar el tiempo, cuidarnos a nosotros del otro lado de la pantalla.

No se trata de volver a un pasado analógico. Se trata de disputar el futuro. De hacer de cada herramienta un puente, no un muro. De recuperar el sentido de comunidad en un mundo que nos empuja al individualismo extremo.

La política debe volver a hablar de la vida cotidiana: del tiempo que siempre falta, de los cuerpos agotados, del silencio que necesitamos, de las frustraciones que arrastramos, del trabajo y los múltiples estímulos que no nos alienan, del mundo posible al que podemos llegar si somos capaces de pensar cómo la digitalidad y la tecnología pueden ser vedaderas aliadas, motor de nuestra emancipación. No hay humanidad sin pausa, sin encuentro, sin ternura. Eso también es un programa político.

Epílogo en presente
Reescribo estas líneas con la misma convicción que hace cuatro años: necesitamos una nueva narrativa sobre lo digital. Una que no se rinda ante la lógica de mercado, que no se conforme con gestionar daños, que se atreva a soñar otra matriz de desarrollo, otra economía de los vínculos, otra arquitectura del deseo.

No alcanza con conectividad. Hace falta comunidad. No basta con dispositivos. Hace falta una política del sentido. El gran desafío de nuestro tiempo no es técnico: es ético y político. ¿Qué mundo queremos habitar? ¿Qué relaciones queremos construir? ¿Qué huellas queremos dejar en este territorio digital donde también se juega la dignidad?

Que la tecnología no nos despoje de lo más humano. Que los muros se vuelvan puentes. Que el futuro, en definitiva, sea también un lugar donde vivir con otros.