ComunidadTips de la revolución

La fe de los soldados estaqueados en la Corte Suprema de Justicia

Por Jerónimo Guerrero Iraola

La causa judicial donde se investiga a un centenar de ex militares por presuntas torturas a soldados de su propia tropa durante la guerra de Malvinas de 1982, lleva once meses paralizada y se encuentra al borde de la impunidad.

«Fue un segundo. Bombas por todos lados, ahí mueren los soldados Sánchez y Caballero que estaban estaqueados. Las bombas les cayeron encima. Murieron al lado mío. Yo estaba en un refugio que era un pozo. Al rato llegaron Menéndez, Romano, Masiri, y varios cabos, sargentos. Ahí pasan el parte de que había dos bajas, antes de que llegue el capitán, desataron a los que estaban estaqueados y dicen «estaban fuera del pozo» y cuando me ven a mí, me dicen, quédate ahí que está lleno de bombas.» (Denuncia en trámite)

Hace 40 años que los soldados conscriptos, aquellos que para 1982 se encontraban realizando el servicio militar obligatorio, aguardan justicia. Estaquear es un verbo transitivo, consiste en castigar a una persona estirándola, y sujetándola entre cuatro estacas clavadas en el suelo. Es una forma de tortura. 176 personas han declarado en la causa 1.777/07. Algunos, en calidad de víctimas directas. Otros, como en el testimonio que abre este artículo, como sujetos vulnerados, testigos, a quienes les tocó ver cómo sus compañeros sufrían las prácticas de dolor de las Fuerzas Armadas.

Es extraño. Casi como una paradoja. El relato militar, aquel instaurado inmediatamente terminada la guerra a partir de la implementación de a mecanismos de inteligencia, acción psicológica, control sobre los medios de comunicación y colectivos de excombatientes, puede describir con precisión de relojero algunos hechos bélicos, un vuelo espectacular en avión, o actos propios de Hollywood, pero aflora, entre los militares, una llamativa amnesia común cuando se abordan los casos de tortura. A esto llamamos tecnologías de impunidad. Las acciones y lógicas que hoy persisten y hacen que las víctimas sigan experimentando la tortura, recreándola en su psiquis, en su subjetividad, cuatro décadas más tarde.

Ese pacto de silencio, digitado, colisiona con la historia y el sentido común. Para el 2 de abril de 1982, los dos planes sistemáticos del gobierno genocida habían colapsado. Hablo del exterminio de personas (luego del informe de la CIDH tras la visita al país de 1979, no quedaban dudas de la tortura, la desaparición y la muerte), y el de entrega de la soberanía (aquel que describe Rodolfo Walsh en su Carta de un escritor a la Junta, a partir del punto 5). La dictadura fue Malvinas. Malvinas, la guerra, fue un capítulo más de la dictadura.

Si hay algo que no puede atribuirse a la dictadura cívico militar es un carácter anticolonial. La destrucción del sistema productivo-industrial argentino, la deuda externa, y la violencia política, nos conminaron a décadas de temor y miseria planificada. Las Fuerzas Armadas habían sido instruidas en la Escuela de las Américas, en la lógica de la doctrina de la seguridad nacional, para reprimir lo que regionalmente se había caracterizado como el enemigo interno, puntualmente, aquellos que se opusieron al modelo social, económico, político y cultural que pretendió instaurar la pata civil del golpe.

El Poder Judicial replica, hoy, ese pacto de silencio. Ha privado a las víctimas de tortura de un proceso veloz y eficaz en el que se investigue y eventualmente juzgue a los torturadores. Desoye, en forma constante, los estándares del sistema interamericano de derechos humanos, de los que emerge la obligación del Estado de investigar y eventualmente juzgar los delitos que impliquen graves violaciones a la dignidad humana. Las torturas lo son.

La Corte Suprema de Justicia de la Nación tiene en sus manos esta decisión. Debe resolver si los 176 colimbas, víctimas y testigos de tortura y muerte planificada, generarán efectos en la actividad judicial del Estado argentino. El estaqueamiento continúa, en cada sujeto que no encuentra justicia. Allí están, revictimizados. Ojalá Rosenkrantz, Rosatti, Maqueda y Lorenzetti fallen en línea con las obligaciones que el Estado argentino detenta en materia de derechos humanos, y puedan mirar, algún día, pronto, a los soldados estaqueados a los ojos.